jueves, 16 de agosto de 2007

San Adrian, la boca del tiempo

Paisaje y paisanaje

ANDER IZAGIRRE
www.anderiza.com


Los primeros en atravesarlo fueron los pastores trashumantes de la Edad del Bronce, que recorrían con sus rebaños las praderas de Aizkorri y Urbia. Es probable que los romanos tendieran una calzada a través del túnel -o por el cercano paso de Otzaurte-y por ahí entró el mundo mediterráneo: el aceite, el vino y el pan de trigo; el latín, la fe cristiana y la idea de construir ciudades. La calzada que hoy vemos data del siglo XI, cuando el tráfico de peregrinos convirtió el túnel de San Adrián en hito jacobeo y entrelazó el valle del Oria con la trama de caminos de la Europa medieval.

La ruta alcanzó su apogeo a partir del siglo XIII, al convertirse en la autopista que conectaba el reino de Castilla con sus posesiones en Flandes y con el resto del continente. Bajo el túnel pasaron caravanas de comerciantes, miles de peregrinos, embajadores europeos, altos cargos eclesiásticos y hasta un emperador. En el XVIII se trazó la nueva Carretera Real por Arlaban y el valle del Deba, un paso menos brusco que el de San Adrián, y el túnel quedó fuera de las rutas. Hoy en día la gran boca de piedra se abre en silencio, con un bostezo milenario, y sólo ve pasar a los montañeros que emprenden una excursión muy popular: la ascensión a los picos de Aizkorri, techo de Gipuzkoa.

Dioses domesticados

San Adrián es uno de esos parajes que permite viajar cuatro o cinco mil años con un salto sencillo de la imaginación. Una vez pasado el túnel, a unos doscientos metros se abre una pequeña pradera en la que se levanta un túmulo prehistórico de un metro de altura. No es difícil pensar en aquellos tatarabuelos de la Edad del Bronce, que acababan de enterrar varios cuerpos en una cámara sepulcral de losas calizas y que se afanaban en cubrirlos con un montón de tierra. Escogieron un enclave especial para el monumento: al pie de la ruta que recorrían varias veces al año, desde los pastos de altura de Urbia hasta las tierras más bajas del Oria, junto al paso natural de San Adrián (a 1.000 metros), entre los macizos de Aizkorri y Altzania (1.400-1.500 metros).

Además de los sepulcros y los megalitos, de nuestros ancestros prehistóricos nos llega algún otro eco muy remoto: las leyendas de los viejos espíritus. El cristianismo supo instalarse en los lugares mitológicos de los antepasados, y reinterpretó esas creencias anti- quísimas para amoldarlas a su credo. Pero debajo de algunos ritos que se celebran con barniz cristiano, como los que pretenden controlar los fenómenos de la naturaleza, se percibe un claro soplo animista o panteísta, la huella del pensamiento mágico. En las cercanías de San Adrián abundan los ejemplos.

Las cimas de las montañas siempre fueron territorio de espíritus, morada de dioses. En una cueva del pico Aketegi, contiguo al Aizkorri, tenía una de sus moradas la diosa Mari, jefa suprema de los genios subterráneos, espíritu que surcaba los cielos envuelta en llamas. Pues bien: muy cerca de su cueva, en la cumbre de Aizkorri, se levantó la ermita de la Santa Cruz. Allí se veneraba un Cristo románico (ahora lo guardan en Zegama) del que se contaba una curiosa leyenda, recogida por el sacerdote y etnógrafo José Miguel de Barandiaran. El crucifijo apareció misteriosamente en la cúspide de la sierra. Los habitantes de Zegama se lo llevaron al pueblo, pero por la mañana siguiente lo encontraron de nuevo en lo alto de Aizkorri. Desde la otra vertiente subieron los alaveses y también se lo llevaron, pero el crucifijo viajó otra vez hasta la cumbre. Al final, decidieron que se lo quedaría el pueblo hacia el que estuviera mirando la cruz milagrosa al día siguiente. Llegó la hora y lo encontraron encarado a Zegama.

Esta historia, además de aclarar alguna vieja disputa territorial, recalca la predilección divina por las cumbres. El cristianismo buscó su sitio en las alturas que antaño ocupaban los espíritus paganos. No parece una interpretación muy descabellada si atendemos a la inscripción que preside la ermita de Andra Mari en Otzaurte: «Gora biotzak. Mendian Jauna» («Arriba los corazones. Dios en la montaña»).

Este itinerario que baja desde Aizkorri hasta Zegama -por San Adrián y Otzaurte-- está punteado por unas cuantas ermitas: templos de culto cristiano en los que aún laten esas creencias antiguas, esa manera de interpretar la naturaleza como una lucha entre fuerzas divinas. A la cruz de Aizkorri se le atribuyen poderes contra las sequías. Para frenar las tormentas se invoca a una Virgen que guarda la ermita de Nuestra Señora de las Nieves, y si pega muy fuerte se coloca la imagen de cara a la tempestad para que la detenga. A la ermita de Sancti Spiritu, antiguo hospital de peregrinos atribuido a los templarios, se llevaba a los niños que tardaban en hablar. Más abajo se encuentra la sencilla ermita de San Pedro, que alberga una lápida romana con inscripciones de hace dos mil años. De la mano del cristianismo, las divinidades silvestres de la montaña fueron bajando poco a poco hacia el valle, se fueron adaptando y domesticando, y al final los guipuzcoanos dejaron de adorar o temer a los espíritus que vivían en cuevas y acabaron rezando a las imágenes católicas, latinas y romanas en las iglesias.

Viajeros asustados

En ese recuento de ermitas falta una: la que se cobija en el interior del propio túnel de San Adrián. Su aspecto externo es penoso, porque está cubierta de pintadas, y resulta que esa costumbre tiene un curioso antecedente. Según relata Janssonius, cartógrafo holandés del siglo XVII, «los pasajeros suelen esculpir aquí su nombre sobre gruesas piedras o peñas, por lo cual se hallan muchos nombres gravados con la data del año en que pasaron por la aspereza de estos montes». La travesía por San Adrián era uno de los tramos más temidos por los viajeros («muy áspero y difícil para los caballos», dice Janssonius), tanto como para que muchos quisieran dejar constancia de su hazaña.

Es probable que los romanos tendieran una calzada a través de este collado, pero la que hoy vemos data del siglo XI. La ruta vivió un tráfico muy intenso a partir del siglo XIII, cuando Gipuzkoa entró en la órbita de la Corona castellana y este paso por San Adrián y el valle del Oria se convirtió en el principal itinerario terrestre entre Castilla y los demás reinos europeos. En esos tiempos se construyeron un castillete, una ermita (no es la actual), una cuadra y una posada en el interior del túnel, cuya boca inferior se había agrandado de manera artificial para facilitar el paso (quizá aplicando fuego a las paredes calizas). Todo el complejo estaba protegido por guardias y gobernado por un alcaide, de quien se decía que era un personaje tan importante que hasta los emperadores agachaban la cabeza ante él. Esta historia es un pequeño chiste: en realidad, los viajeros debían agacharse al entrar o salir por la boca superior del túnel, que sigue siendo bastante bajo. Dicen que el emperador Carlos V sólo bajó la cabeza una vez en su vida: en el túnel de San Adrián.

A pesar de las comodidades y las protecciones de San Adrián, un auténtico restop de la época, el collado tomó una fama terrible entre los viajeros que subían desde el valle del Oria o desde la llanada alavesa: «Este paso es de lo más penoso y difícil que he conocido nunca, y da la impresión de que ha servido para detener las correrías de los moros en España», escribió un viajero anónimo de 1612. «Nunca he visto nada tan espantoso», añadió un tal Jean Muret en 1666, «durante la subida hemos dejado las nubes debajo de nosotros». Y el sastre y peregrino Guillaume Manier, un pelín exagerado, afirmó en 1736 que «esta montaña de San Adrián es una de las más altas del mundo». Así describió la aproximación al túnel: «Una vez llegados a San Adrián, veis una piedra tan gruesa y tan grande, toda una pieza, como el más grande de los palacios que puede imaginarse, en cuyo centro hay un agujero horadado que se llama Agujero de San Adrián, dentro del cual hay una capilla y una taberna». Es cierto que la subida resultaba muy ardua, que en los bosquesse escondían asaltadores de caminos y que en invierno el frío y las nieves convertían este tramo en una pesadilla. Por eso, cuando se buscó una comunicación más cómoda entre Gipuzkoa y Álava a través de Arlaban, la ruta de San Adrián decayó hasta quedar abandonada. «El paso de San Adrián sólo es bueno para gentes de a caballo y a pie, porque el camino de carrozas que sale de Vitoria va por Salinas, Mondragón, Oñate y Villarreal», decía una guía de la época.

Se fueron los caminantes pero quedó el camino. Y al pisar las piedras sillares de la calzada también es fácil saltar con la imaginación a aquella época, escuchar el trajín de caminantes, caballerías y carruajes, y sentir la emoción de todos los viajeros, peregrinos y mercaderes, reyes y arrieros, cuando se acercaban al tremendo boquete de San Adrián.

*Cómo llegar:

Pasamos el alto de Etxegarate por la N-I y, un km más abajo, en la muga con Navarra, tomamos la salida 405 hacia Zegama. A los tres kms llegamos al alto de Otzaurte. Cogemos la pista que sale a la izquierda y a los seis kms, cuando se acaba el cemento, dejamos el coche en el paraje de Aldaola. Un poste indica el camino que lleva al refugio de San Adrián (antigua casa de miqueletes) y al túnel y la calzada (15'). Aquí empieza la subida clásica al Aizkorri (1.528 m.)

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