viernes, 27 de julio de 2007

Una joya rebozada en sal

Leintz Gatzaga alberga una concentración insólita de palacios y mansiones. Regó su prosperidad con agua salada, una riqueza de apariencia sencilla pero tan potente como para atraer el interés de imperios y monarquías.

ANDER IZAGIRRE (www.anderiza.com)

Leintz Gatzaga da buenas sorpresas a quien se acerca. De lejos parece una simple aldea, un barrio rural como otro cualquiera, colgado en el estrecho valle boscoso donde nace el río Deba, en el último rincón de Gipuzkoa. Pero de cerca revela un llamativo porte aristocrático: el visitante entra por un arco (quedan cinco de los siete originales, y algunos restos de muralla) y descubre un casco urbano minúsculo en el que se aprietan casonas solariegas y soberbios palacios renacentistas y barrocos. Es la huella que dejaron varios siglos de prosperidad, del tiempo en que Leintz Gatzaga (Salinas de Léniz) encendió disputas entre reyes y señores feudales, padeció batallas, vio pasar caravanas de mercaderes, alojó a peregrinos, nobles y monarcas. De cuando no era el último rincón de Gipuzkoa sino el primero, porque por aquí entraba el Camino Real de Castilla.

Tres chorros de agua

Y todo se debe a tres simples chorros de agua. En una hondonada sombría y húmeda, tapizada por el bosque, afloran cinco manantiales. Uno de aguas sulfurosas, otro rico en metales y los tres que son la madre del cordero: tres fuentes de agua muy salada.

La sal fue durante milenios lo más parecido a la piedra filosofal: una sustancia maravillosa que servía para conservar carnes y pescados, sazonar comidas, curtir cueros y completar la alimentación del ganado. Por eso se acercaron a este paraje los habitantes de la Edad de Hierro, también los romanos (como muestran las monedas y los fragmentos de cerámica que se hallaron en el lugar) y los protoguipuzcoanos del Medievo (un documento del año 947 habla ya de la explotación salina). Y sobre la sal nació el pueblo en el año 1331: el rey castellano Alfonso XI, propietario de los manantiales, quiso controlar mejor este pozo de riquezas y ordenó fundar una villa al pie del templo-fortaleza de Nuestra Señora del Castillo o de Dorleta, que hasta entonces vigilaba el entorno. Los vecinos del valle de Léniz vivían desperdigados en caseríos y aldeas pero muchas familias se trasladaron a la nueva villa, atraídos por los privilegios que se les concedían para la explotación y el comercio de la sal.

Las salinas despertaron muchas codicias. Durante las batallas entre oñacinos y gamboínos, que desangraron las comarcas vascas en la Edad Media, el temible Beltrán de Guevara, conde de Oñate, se apoderó de la villa en 1374. En el tira y afloja que se traían aquellos tiranos feudales con la mismísima Corona, el conde de Oñate logró que Enrique II de Castilla le concediera la jurisdicción de todo el valle de Léniz, incluidas por supuesto las salinas. Construyó una fortaleza en plena villa, en el solar donde ahora se levanta el palacio de Elexalde o Torrekua (en referencia a esa antigua torre medieval). Como parte del Señorío de Oñate, la villa dejó de pertenecer a Gipuzkoa y entró en la Hermandad Provincial de Álava. Esta etapa de dominio feudal y pertenencia alavesa se prolongó un siglo, hasta 1493, y fue una época penosa en la historia del valle. Los vecinos vivieron tiranizados por los Señores oñatiarras, se vieron obligados a luchar en las guerras banderizas y sufrieron expediciones de castigo.

El esplendor de la villa llegó en el siglo XVII gracias a una carretera: a través del cercano puerto de Arlabán se trazó el Camino Real que comunicaba Castilla con el océano y con Europa. Las cuestas de este paso eran tan empinadas (y siguen siéndolo, incluso en la carretera asfaltada de ahora) que a pie de puerto, en el barrio de Marulanda, un carretero alquilaba su pareja de bueyes para tirar cuesta arriba de los carros con los que no podían los caballos. Por Leintz Gatzaga transitaban los interminables cargamentos de lana de la meseta, los mercaderes europeos, las comitivas reales. Se abrieron fondas y ventas, se construyeron palacios y mansiones, y así se formó el trazado urbano que se conserva hoy en día.

Podemos entrar por el portal de San Ignacio, que era el acceso principal a la villa amurallada, y que luce el escudo de Castilla en el exterior y guarda la imagen del santo en el interior. Una vez dentro del casco, en apenas tres calles paralelas y un eje transversal, se levantan palacios como el de Garro, con un espectacular escudo de armas; el de Során, en el que pernoctaban los reyes cuando hacían noche en el pueblo; los de Elexalde, Ostatua, Kapitangoa, y también la hermosa fuente de los Doce Caños y la iglesia de San Millán.

Este cogollo de construcciones nobles demuestra la relevancia de Leintz Gatzaga, enclavada en el paso estratégico de una gran ruta. Pero eso también la convirtió en plaza deseada y escenario de batallas, sobre todo en el siglo XIX, con episodios como la emboscada que en este paso tendió la guerrilla del cura Santa Cruz a las tropas napoleónicas en 1811, o la llamada batalla de Arlabán, en la que el ejército carlista derrotó al general Espartero en 1836.

La decadencia llegó pronto y la culpa no fue tanto de las guerras como de la ingeniería de caminos. En 1851 se trazó la nueva carretera nacional por Etxegarate y en 1864 la línea ferroviaria Madrid-Irún escogió el paso entre Alsasua y Legazpia: Leintz Gatzaga quedó fuera de las vías principales. Tampoco se sumó a la industrialización rampante que se extendió por todo el Alto Deba en la segunda mitad del siglo XX, que atrajo a tantos habitantes del pueblo, por lo que en cien años perdió la mitad de sus habitantes (de 500 a 250). Al menos, ese estancamiento le permitió mantener la trama urbana medieval y los edificios de hace tres, cuatro y cinco siglos, de los que ahora presume. Y las salinas, aunque en decadencia, siguieron en marcha hasta 1972.

Las ocho dorlas

Desde el casco urbano, un paseo de pocos minutos nos acerca al punto del que brota toda la historia de Leintz Gatzaga: el manantial de aguas saladas. Se conservan las instalaciones modernas, del XIX y el XX, pero las explicaciones de las visitas guiadas sirven para conocer toda la historia de la explotación y sus curiosos sistemas.

Después de aquel siglo infausto de dominio del Señor de Oñate, el manantial volvió a propiedad de la Corona castellana. Y unos años más tarde, hacia 1543, quedó en manos de algunas familias del lugar. Alrededor de las fuentes construyeron ocho pequeños edificios, cada uno de los cuales albergaba una gran caldera de hierro: la dorla, que se llenaba de agua salada y se ponía al fuego de leña. La dorla fue durante siglos el elemento más característico de las salinas, que incluso aparece en el escudo de la villa y que probablemente dio nombre al contiguo Santuario de la Virgen de Dorleta y a tantas mujeres del valle que reciben ese nombre (aunque también se dice que Dorleta podía venir de dorre y dorreeta, torre, porque en ese emplazamiento se levantaba un castillo medieval; curiosamente, Castillo es otro nombre común en la zona).

El uso de las dorlas responde a un problema evidente: en este rincón montañoso llueve mucho y el sol luce poco. No se puede verter el agua salada en una terraza, como es habitual en muchas salinas, y esperar a que el sol evapore el líquido. A cambio, el entorno es uno de los más boscosos de toda Gipuzkoa y ofrece leña en abundancia, de modo que la solución más eficaz pasa por evaporar el agua con fuego. Las mujeres solían encargarse de la mayor parte del trabajo. Sacaban el agua del pozo con cubetas y la vertían a una red de canales que distribuía el líquido a las ocho dorlas de la explotación (cada una pertenecía a una familia). Después había que mantener el fuego muy lento, día y noche, sin que el agua llegara a hervir, y remover constantemente el líquido para romper las primeras cristalizaciones de la sal y conseguir así un producto más fino y más homogéneo. Cuando ya estaba suficientemente espesa, se sacaba la sal a unos cestos y se colgaba para que terminara de escurrir la humedad. Este trabajo sólo se desarrollaba de julio a diciembre, porque en épocas más lluviosas el manantial fluía con menor concentración de sal y el rendimiento caía. Pero las mujeres tampoco paraban el resto del año: tenían que almacenar leña para la siguiente temporada.

Las inundaciones de 1834 destrozaron los edificios y en la reconstrucción se optó por modernizar el viejo trabajo manual. Los salineros fundaron la sociedad Productos Léniz, levantaron una pequeña fábrica y montaron una rueda de cangilones, un sistema hidráulico que por medio de una noria extrae el agua salada y la vierte en los canales. Esta máquina aún funciona y constituye el mayor atractivo de la visita.

En el siglo XX llegó una última reforma, con la instalación de un sistema de calderas, tolvas y centrifugadoras. A pesar de que se elevó la producción de 500 a 700 toneladas anuales, la competencia de las salinas costeras acabó con las de Leintz al igual que con tantas otras salinas de interior. La fábrica se cerró en 1972. Ahora, reconvertida en museo, guarda la historia bien conservada en sal.

Al peñón de Aitzorrotz

Hasta que se fundó la villa de Leintz Gatzaga, dos fortificaciones custodiaban el valle del Alto Deba: el castillo de Dorleta, situado justo sobre las salinas (donde el actual santuario), y el de Aitzorrotz, emplazado en un peñón espectacular. Para llegar a este mirador, debemos subir desde Eskoriatza al barrio de Bolibar, por un vallecito de praderas y caseríos diseminados al pie de la sierra de Zaraia. Después de pasar las casas de Bolibar y el cementerio, junto al caserío Agiriano arranca una pista de cemento en la que debemos dejar el vehículo (en menos de una hora de caminata alcanzaremos la cumbre). El camino cementado sube junto a una enorme encina y después se adentra en un pinar, en el no debemos desviarnos por las frecuentes pistas que abren los madereros.

Existen atajos sencillos tirando hacia la derecha, pero lo más seguro es alcanzar la fuente de Gomitx, en una zona rocosa, y tomar la pista que sale hacia la derecha. Pronto llegaremos a la cima de Aitzorrotz (738 m.), donde se levanta la ermita de Santa Cruz. Allí se abre una panorámica preciosa y se comprende perfectamente por qué en el siglo XII escogieron este lugar para erigir un castillo.

Cómo llegar: La nueva autopista AP-1 llega ya hasta Arrasate. Seguimos hasta Eskoriatza y aquí tomamos la GI-3310 que sube a Leintz Gatzaga.

Visita: En las instalaciones de las salinas, el Ecomuseo de la Sal ofrece visitas guiadas los sábados y domingos (entre semana, para grupos que lo soliciten). Teléfono: 943 714 792.


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